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PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS

PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS LA decisión de la Comisión de Sanidad del Congreso de pedir al Gobierno que regule la administración gratuita de la «píldora del día después», bajo prescripción médica, coincide con la constatación de que se está produciendo una peligrosa desviación en el uso de este medicamento por parte de los jóvenes. Al margen de las discrepancias, de gran importancia ética, sobre si se trata de un fármaco abortivo precoz -como la califica la Iglesia Católica- o un «anticonceptivo de emergencia» -según las administraciones autonómicas que ya la dispensan-, la píldora en cuestión no está diseñada como un sustitutivo de los métodos generales de anticoncepción, sino como un remedio último para evitar posibles embarazos. A pesar de este designio sanitario, una deficiente información sexual y una evidente laxitud en los requisitos de administración han convertido a la «píldora del día después» en la alternativa de muchos jóvenes para unas relaciones sexuales sin protección. El resultado, nada anecdótico ni jocoso, es visible en las colas que se forman de madrugada, en los fines de semana, ante los centros de salud de algunos de aquellos municipios donde se dispensa este fármaco. Hay razones para preocuparse por esta situación y para esperar un mayor control administrativo que evite la utilización desproporcionada de esta píldora. Alguna razón habrá para que un medicamento teóricamente destinado a evitar embarazos haya sido percibido por muchos jóvenes como una invitación a no tomar ninguna precaución en sus relaciones sexuales. Sin embargo, sea cual sea el fallo, existen razones médicas muy poderosas para que las administraciones públicas competentes tomen cartas en el asunto. La píldora del día después es eficaz entre el 85 y 95 por ciento de los casos si se administra en el plazo inmediato de setenta y dos horas, pero no previene, en absoluto, la transmisión de enfermedades venéreas o el sida. Por el contrario, la promiscuidad que genera el error o la ignorancia sobre sus propiedades empieza a mostrarse en el aumento del cáncer de cérvix y de otras patologías, como la sífilis.

Analizando la situación sólo con criterios de salud pública, es evidente que la «píldora del día después» requiere una intensa labor previa de educación sexual entre los jóvenes. Las estadísticas sobre el contagio de sida y el aumento de abortos entre las jóvenes son motivos suficientes para pensar que la educación sexual debería incidir más en el principio de responsabilidad individual y en enmarcar la sexualidad en el proceso de madurez personal. Quizá sea mucho pedir en las actuales circunstancias, pero también es posible prevenir embarazos no deseados y la transmisión de enfermedades venéreas si la educación sexual amplía su horizonte y, junto con técnicas y precauciones, empieza a trasmitir a los jóvenes una visión menos superficial sobre las relaciones personales y el sentido profundo de la sexualidad.

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