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Manipulación del lenguaje

Santiago ARAUZ DE ROBLES
La perversión de las ideas comienza con la perversión del lenguaje. Si las palabras se vuelven ambiguas, se puede manipular –sin compromiso, sin límites y en todo caso sin mala conciencia– el concepto que significan.
Ahora asistimos, pasiva o interesadamente, y desde luego con alivio, a un profundo vaciamiento del significado real de muchas palabras que son fundamentales porque se refieren a realidades humanas básicas. Así «muerte». Según la real Academia, muerte es «cesación o término de la vida». Es decir, la llegada a su fin natural (eso significa término) de la existencia de una persona. La terminación traumática, artificial, de la vida se designa con otros verbos o sustantivos: matar que equivale a «quitar la vida» a otro, o asesinar; siendo el homicidio el «hecho de matar a un hombre», a un tercero, mientras que el suicidio significa matarse a sí mismo. El hombre es el único ser que sabe desde que tiene uso de razón que va a morir –algunos animales sienten la proximidad de su fin, pero no lo saben ni se preguntan por la importancia de ese hecho–. Carlos V recordaba a su hijo Felipe que nada es tan cierto como el morir ni tan incierto como su fecha, precisamente porque se trata de un hecho natural. Este significado rotundo de la palabra muerte, y el correlativo respeto radical a la vida, –como primer valor en que se apoyan todos los demás: la existencia personal como desarrollo consciente del hecho de vivir, la cultura como emanación humana, la sociedad como trenzado de muchas vidas con algo en común– hace que las acciones atentatorias al vivir se designen con otras palabras, como acabamos de ver. Y que la muerte natural esté nítidamente diferenciada por ejemplo, de la eutanasia que es el «acortamiento voluntario de la vida de quien sufre una enfermedad incurable», o del aborto, que es «interrumpir la hembra... el desarrollo del feto», en definitiva hacer inviable el nacimiento de la persona que lleva dentro. De manera que se coincide en el efecto –extinguir la vida, oponerse a ella– pero sin querer advertir que son muy distintas las causas (naturales o provocadas), los medios o procesos (el agotamiento natural de la historia personal, o la violencia), los agentes (uno mismo, o tercera persona), y el momento (antes de poder comenzar a escribir la propia historia, en plenitud de facultades, o ya en el ocaso de la vida). Existe un empeño o al menos una complaciente tolerancia en desdibujar contornos y unificar: todo es lo mismo –se dice–, la muerte es simplemente el negativo de la acción de vivir. Como significando, ¡qué más da cómo se llegue a ese punto! Lo cual no supone sólo irresponsabilizar conductas en torno a un hecho tan absolutamente radical como la muerte, sino de alguna manera trivializar también el sentido mismo de la vida. Cuando alguien dijo que lo más grave del aborto es su aceptación social, puso el dedo en la llaga. Y esa constatación coincide con otra igualmente importante: estamos pasando de la cultura de la vida a la cultura de la muerte, sin casi advertir fronteras. Lo cual es paradójico en una sociedad que, por lo demás, se muestra enormemente confiada en sí misma. En esa sociedad –vamos aceptando– cuentan las obras de los hombres, sus resultados, en cuanto que de ellos nos beneficiamos; pero cuenta apenas el hombre mismo. Y no porque se crea –que sería una satisfacción– que las obras humanas perduran, sino porque lo realmente «importante» es que, mientras se realizan, nos son útiles a los demás. La relativización del lenguaje va a vaciar de contenido, de su verdadero contenido, a la palabra muerte, y permite jugar socialmente con la muerte de las personas, enfocándola única o principalmente desde su utilidad social.
¿Y qué ocurre con la palabra matrimonio? Según también la Real Academia (que no hace invenciones de gabinete, sino que recoge la realidad natural, etimológica, social, histórica y cultural), matrimonio «es la unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos...». Se duda –lo saben bien los juristas– si su raíz latina es «protección de la madre», o «donación de la madre». Mujer-madre, en todo caso, en su relación con el hombre, como realidad designada por la palabra matrimonio. ¿Por qué, pues, el empeño diario y tenaz de violentar esa realidad profunda de la palabra para aplicarla a cualquier otra forma de relación interpersonal? En lo que tengan de realidad social, natural o provocada, objetivamente valorada o por el contrario sobredimensionada, muchas relaciones entre personas bien del mismo sexo, bien de distintos sexos pero con intención de permanencia –¿por qué negaríamos, por ejemplo, algún tipo de efectos a una relación tan hermosa como la de la amistad?–, deberán de ser objeto de regulación legal, posiblemente. Pero el aplicarles la palabra matrimonio, y confundirlas con la institución del matrimonio, supone, por una parte, desnaturalizar el verdadero matrimonio, y, por otra, imponer a estas uniones de homosexuales o incluso a las uniones de hecho unas exigencias, en cuanto a la consideración de la verdadera naturaleza profunda del «otro», la intención de indisolubilidad, la procreación, el «rol» social, etc., que son contrarias a la esencia de las mismas. Con lo cual, aparte de legislar mal, aparte de no adecuarse la ley a la realidad que se regula aparte en definitiva de ejercerse absolutamente mal la función legislativa, estamos creando una confusión mental que es contraria a la racionalidad y a la higiene de las ideas. Todo ello a partir de una perversión intencionada, o cómoda, escribía al principio del lenguaje.
No por el hecho de repetir una inexactitud lograremos convertirla en verdad. Por el contrario, la Historia («poco a poco, siempre arregla todas sus cuentas la Historia») acaba pasando factura. La obligación de todo político, incluso de cualquier responsable social, es no violentar la realidad de los hechos, que son tozudos, para luego buscar respuesta idónea a las demandas sociales de cada momento. Una respuesta adecuada, que no siempre la confusión, porque, perdidos sus valores, el hombre acaba por no saber quién es, por no saber si es verdaderamente hombre, por no saber, como decía alguien, incluso si «soy de los míos», de la especie humana.



Santiago Araúz de Robles es abogado

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